Alejandro sabe que es momento de regresar a casa, pero antes hace una parada en un lugar lleno de esperanza.

Si no haz leído la primera y seguinda parte, aquí te dejamos el link.

Pedro tiene el plan hecho: visitar una casa de seguridad y luego me presentará a unos jóvenes para que me enseñen cómo cocinan la metanfeta. En otros tiempos, corazón, los colmillos ya se me habrían ensalivado, pero ese papelito y medio con el escudo de Superman o del Demonio de Tasmania que probé hace casi semana y media me ha cambiado el humor. Siento como si me hubieran inyectado 5 ml de los sentimientos que más necesitaba y ahora estoy rejego al tema de la violencia. Me pone mal el solo hecho de pensar que en la casa de la muerte adonde Pedro quiere llevarme pueda haber gente secuestrada o muerta o que yo pueda presenciar algo que no superaré en vida. Tampoco me interesa asistir a la creación del cristal; siempre es lo mismo: ver ollas o cazos hirviendo con metanfeta y oler venenos que pueden matarte. Estoy buscando algo más esperanzador, le digo a Pedro y le cuento que, ayer a medio día, mientras él vendía mota a domicilio, visité el semanario Zeta y Adela Navarro y la Chayo Mosso no sólo escucharon, pacientemente, mi viaje de LSD y mis penas, sino que también me facilitaron el número de don Enrique Gamboa cuando les conté, corazón, que te había prometido encontrar una historia de amor en Tijuana y que, como iban las cosas, temía no encontrarla. Nosotros hemos nombrado al señor Gamboa hombre del año en dos ocasiones, me dijo Adela, Tiene albergues para niñas y niños en las zonas más peligrosas de Tijuana. Le hablé a don Enrique y ahora debo entrevistarme con él, le aviso a Pedro mientras desayunamos chilaquiles con pollo en una fonda del centro. Pedro entiende que me toca seguir solo, que en el mundo que él puede enseñarme está muy escaso el amor. Entonces le agradezco que haya sido mi Narco Polo y mi paño de lágrimas, le pido perdón por haberlo saturado con tu nombre, le digo que su compañía fue chingona, le doy las gracias por no juzgarme cada vez que lloraba, le aviso que el fin voy a llamarle desde el gabacho para que me recomiende algún dispensario, le pido que me deje tomarle una foto a su tatuaje porque será mi ayate ante la sospecha (aunque el ayate de Juan Diego tampoco sea prueba de nada, salvo del que el bato era bien mariguano), le digo que no se defraude a sí mismo y que siga escribiendo corridos pero le ruego, por la sangre de Cristo, que deje de convertir en héroes a los malandros, que funde otra corriente donde empecemos a burlarnos de esos pinches asesinos, donde se mencionen nombre de los narcopolíticos y donde se hable de las víctimas. Cuando lo abrazo, le confieso (y ahora a ti también) que apenas le vi su tatuaje, supe que esa era la señal de que éste sería nuestro último viaje juntos, corazón. Pasó que me hice pendejo porque todavía no tenía el valor de soltarte.

Camino hacia la colonia Loma Dorada, donde don Enrique me ha citado, se me cruza un déjà vu. No es el típico en donde sientes que ya viviste ese momento. No, corazón. Es de esa clase de déjà vu donde ya lo sentiste y lo que yo estoy sintiendo es nuevamente esa especie de burbuja que se hincha dentro de mi pecho y que ahora se detona y me trae una inusitada tranquilidad. Hasta me hace suspirar como si acabara de llorar. El déjà vu no termina ahí. Sigue con la aceptación de que lo único que está en mis manos, amor, es seguir viviendo, aprender de los errores y no repetirlos, ser mejor persona y, llegado el tiempo, ser la pareja más chingona; ya no quiero negarme a andar. El déjà vu continúa con las ganas de vivir un día a la vez porque, en la medida que vamos creciendo, entendemos que el futuro ya no importa, de todas maneras no seremos parte de él. Y acaba cuando asumo lo que acepté la noche del ácido: que nuestra historia se terminó entre la tarde aquella del Tinder y aquel día cuando tomaste un avión a Tayrona (un lugar que me sonaba tan romántico hoy me suena a funeral; sé que mis amigos colombianos se encargarán de mi reconciliación con el lugar). Entonces me propongo que, cuando regrese a DF, iré a buscarte a tu casa y te diré que sé muy bien por qué te fuiste, te desearé suerte y me iré a donde la vida me esté esperando.

Semáforo en rojo.
Me quedo ensimismado, mirando las cebras peatonales, mientras en el estéreo toco, por enésima vez, Resistiré. Cuando me amenace la locura, cuando en mi moneda salga cruz, cuando el diablo pase la factura o si alguna vez me faltas tú. Resistiré.
Semáforo en verde. No avanzo hasta que un claxon me jala de las patillas y recibo un par de insultos. Cuando cruzo por el Grand Hotel me acuerdo de JC y de aquella noche cuando nos dijimos cosas que no debimos decirnos. Los dos encendimos la mecha, corazón, y ahora cada quien cree tener la razón. Ya habremos de resolverlo. Nuestro cariño es más grande que todos nuestros pleitos. Ojalá tu amor hubiera sido más grande que tu dolor, corazón.

Don Enrique tiene 80 años, cincuenta de ellos casado y otro tanto igual gastando de su bolsillo para ayudar a la gente necesitada. Con sus amigos rotarios organizó el sistema de agua en las comunidades indígenas de San Quintín y les montó escuelas, llevó un programa de salud para frenar el brote de tuberculosis en Ensenada, y, desde hace diez años, ha estado construyendo albergues en zonas de Tijuana (y en otras ciudades de México) donde hay caos, mafia y pobreza, para que niños y niñas eviten caer en las pezuñas del narco o de la prostitución. En esos albergues, corazón, los chicos y las chicas refuerzan sus estudios, pintan, bailan, entrenan gimnasia… Algunos de esos niños tocan en la Sinfónica Juvenil de Tijuana, otros han cantado en Bellas Artes, hay campeones de ajedrez y también de aquí han salido deportistas de alto rendimiento. A los albergues les llaman Club de Niños y Niñas y están inspirados en un programa gringo cuyo fin es que los chicos en situación de vulnerabilidad puedan lograr el éxito académico y la fortaleza del carácter. El programa está dirigido a menores de 16 años y mayores de seis, y cuyas madres solteras, que son miles, trabajan todo el día. Uno de los diez clubs fue abierto en Camino Verde, una zona donde a la gente la cortan en trozos y luego las envuelven como si fueran regalo navideño. El Club, corazón, está en lo que antes se conocía como La Casona y que no era otra cosa que una casa de seguridad. Cuando entraron, las paredes estaban manchadas de sangre, había jaulas, cadenas, pedazos de cuero cabelludo y otras monerías. Hasta tuvimos que echar agua bendita, me cuenta don Enrique cuando lo alcanzo en el Club de Loma Dorada, el primero que construyó e inauguró en marzo de 2009. Don Enrique me abraza efusivo, como si fuéramos amigos desde el cuaternario y enseguida me dice que, ahora sí, que le cuente para qué es bueno, porque por teléfono no me entendió muy bien. Le digo que he venido a TJ para escribirte una carta de amor que no voy a escribirte y que ayudar a niños y a niñas de barrios difíciles es lo más amoroso con lo que me he encontrado los últimos días. Como si fuera el abuelo que nunca me aconsejó, me anima a escribirte. Dile que en mi época las cosas no se tiraban, se componían. Le respondo que yo ya tiré dos matrimonios y no tendría cara para decirte lo que quiere que te escriba. ¿Dos matrimonios?, me mira como si yo viniera de otro planeta y se pasa la mano por la calva, ¿Pues en qué has estado pensando, muchacho? En mí, don Enrique, me la pasé pensando en mí y, lo peor, don Enrique, es que no lo entendía; me da pena contárselo, porque no tuve la capacidad de mirarlo por mí mismo, pero hace unos días probé el LSD y he visto esas partes que no alcanzaba a comprender o que no me interesaba saber; ahora quiero quedarme con mis pasiones: el periodismo, la escritura, la lectura, el cine y la música, todo lo demás no lo necesito. Don Enrique guarda silencio. Es su manera de no juzgarme. ¿Y tus ex qué hicieron?, porque ellas también tienen sus culpas. Esas no son mis batallas, don Enrique, A mí me toca responsabilizarme de lo que yo hice. ¿Y dónde dices que vas a publicar esa carta? Le respondo que no sé y que, además, tengo pánico porque hace mucho dejé de escribirle al amor para escribirle a la muerte. Deja de escribir con el hígado, me dice mientras cruzamos por una de las estancias, donde dos niñas pequeñas bailan eso de que en la ratonera ha caído un ratón, con sus dos pistolas y su traje de cowboy. En otra, unas adolescentes juegan con un ajedrez, cuyas piezas son más grandes que Handalah. AR me dice que algún día será la mejor ajedrecista y yo le creo y no porque el periodismo sea, a veces, un acto de fe, sino porque la veo cómo apalea a sus contrincantes. Su mamá trabaja en la maquiladora, no tiene papá. Bueno, sí, pero el tipo está atado al foco. El Club es como mi casa, me dice ahora A, una jovencita que este año cantó ópera en Bellas Artes, A lo mejor mi futuro era casarme con un desobligado, tener hijos, qué sé yo, ahora quiero ser la mejor cantante. Yo soy NA y quiero ser gimnasta. Y así, ante mí, van desfilando niños y niñas con sueños que ruego se cumplan.
Don Enrique, corazón, fue de los pocos empresarios tijuanenses que no huyeron de Tijuana entre 2006 y 2009, cuando unos cabrones, el Teo, la Perra y el Muletas, azotaron la ciudad con secuestros y extorsiones. Se sintió abandonado por sus amigos pero desde la soledad uno pierde el temor y don Enrique se envalentonó y pensó que lo único que quedaba por hacer en TJ era salvar a los niños: el resto, me dice, estaba echado a perder. Sólo hubo alguien, Alejandro Villalvazo, amigo de don Enrique desde la infancia, quien se aventuró en el proyecto.
El 70 por ciento de quienes han asistido a nuestros albergues logran terminar el bachillerato, me dice ahora Laura, la directora, y a quien se le hace muy raro que don Enrique, quien ya se ha ido, me haya presentado como el joven que quiere escribirte una historia de amor. En algún momento, reparo que Laura tiene muchos pendientes qué hacer y entonces le digo que vengo otro día pero ella hasta me invita a comer unos tacos de carne asada. Me cuenta que es sicóloga, que se ha especializado en la infancia, que trabajó en el DIF municipal, donde se involucró en un programa de tanatología que era dado a niños y adolescentes que habían perdido a uno de sus padres y que esa terapia ayuda mucho a que suelten toda la rabia contenida, vean la vida sin rencor y no busquen trabajo en el narco; que hace siete años llegó al Club de Niños y Niñas y que, desde entonces, la vida le ha parecido un mejor lugar. Nos despedimos y ni Laura ni yo hubiéramos apostado a que volveríamos a vernos, pero dentro de unos cuatro o cinco días, corazón, cuando me dirija hacia el aeropuerto y le llame por teléfono para preguntarle unos datos, Laura me tiene una gran sorpresa: quiere que hable con los niños, que les diga que yo también vengo de un barrio violento y desgraciado del que estoy muy orgulloso, que los libros salvan, que sí se puede salir del infierno sin necesidad de robar, corromperse o lucrar con el pendejismo de las personas. Agüevo, a esto vine a TJ, me digo: a reconciliarme con los niños, a los que tanto he evitado. Mujeres se fueron de mi vida porque deseaban hijos con todas sus fuerzas y no faltó la que se lo sacó ante mi indiferencia. Y ahí me tienes, amor, desviándome hacia el club, pasándome los semáforos y parándome frente a una veintena de chicos y de chicas, todos muy divertidos y de buenas intenciones, diciéndoles que, si se caen una y otra vez, se levanten porque de eso se trata la vida; que utilicen el orgullo, si es necesario, para salir del barrio pero sean humildes porque a mí el orgullo me volvió soberbio; diciéndoles que los narcos no son buenas personas y que nadie es bueno en esta historia de drogas, violencia y corrupción. O sea: puros lugares comunes les digo. Un niño alza la mano para participar. Desea expresar que no tengo cara de reportero, pero sí la voz. ¿Y cómo es la voz de un reportero?, le pregunto. Habla mucho, me contesta. Otro niño me pregunta si conozco a algún narcotraficante y le digo que sí, que me ha tocado entrevistar a cabrones que luego han sido presidentes de México o secretarios de Estado. Una niña, que hace rato me contó que quiere ser chef, me pregunta qué hago en TJ y le contesto que es una larga historia, que le aburriría saberla, pero ella cruza la pierna y dice: Tengo tiempo. Me rio. Se ha ganado que le cuente. Hace quince días vi a mi ex novia, a la que no veía desde hacía dos meses y medio, se veía guapísima, por cierto; me disculpé, le propuse matrimonio y me dijo que no… Y entonces me suelto a llorar, corazón. Mierda. Perdón, perdón, me disculpo con los niños mientras me seco las lágrimas con las manos, Se supone que vine a darles ánimos y sólo vine a dar pena ajena. Perdón, perdón. Y, así, de súbito, los niños sacan uno de sus súper poderes y me lo obsequian: empiezan a aplaudir. Me conmuevo, amor, y lloro a moco suelto. La niña que será chef se me acerca y ella, también, me regala un poquito de su magia: Todo va a estar bien, me dice y me abraza y doy gracias por tan bella lección de vida. Y yo que pensaba que el 2018 sería uno de mis peores años. Con estos niños, me digo, y con la reafirmación de quiénes son mis amigos y con toda la gente que he descubierto desde que te fuiste, corazón, y con el viaje de LSD, el año ahora pinta para ser uno de los mejores. Ganar perdiendo. Habría sido perfecto que estuvieras aquí, pero, ya te dije, Piglia escribió que uno nunca se queda con la mujer que quiere, sino la vida sería muy fácil. Gracias, niños, gracias, les digo y los abrazo y nos tomamos fotos y, todavía, me piden que les firme sus cuadernos y yo me sonrojo.
Cuando manejo hacia el aeropuerto, toco a Joey Ramone con su versión de What a Wonderful World. Me entusiasma saber que he conocido a los niños que nunca permitirán que TJ se pudra. El amor de los niños salvará a la ciudad. Yo a ti, corazón, te propongo que nuestra venganza sea el amor, como sugiere la escritora Peri Rossi. (…) poder amar, a pesar de todo, a pesar de según, sin dónde cuándo cómo.

Epílogo

Corazón:
Mi intención era escribirte una carta escrita y fechada en Tijuana pero por esos imponderables de la vida he tenido que despertar en distintos lugares. Ahora duermo en una ciudad que amanece a cuatro grados centígrados, donde mi cronista favorito escucha nuestra historia y me dice que he perdido a una gran mujer y que, ahora, solo me resta contarle al mundo que el amor no nos alcanzó y que ambos tomamos malas decisiones. Ahora aterrizo en una ciudad lluviosa, donde V y yo caguameamos en la banqueta de su casa y nos abrazamos y reímos como solíamos hacerlo hace años, cuando nuestros corazones tenían las mismas intenciones. Ahora viajo al desierto, donde un apache me regala una piedra para que te la obsequie y deje que su magia te haga regresar. Ahora voy a buscarte, nos tomamos una cerveza y no tengo el valor de decirte adiós; en vez de eso, te obsequio la piedra que me regaló el apache. Ahora camino por el Chapinero donde tu caminaste y me digo que te he llorado mucho y que ya es tiempo de sonreírte. Ahora regreso a la lluvia y recibo un regalo que me iluminó en esta oscuridad; es una lástima que trajera fecha de caducidad. Ahora me siento en un restaurante donde me agarro a contarle de ti a un motociclista con aires de los Ángeles del Infierno. Ahora me planto en una playa donde reúno todos nuestros recuerdos, los meto a una botella y la arrojo al mar. Ahora me aparezco en mi chilango, donde voy a ver a Nick Cave sin ti (era tu regalo de cumpleaños) y, ahora sí, saco fuerzas y me despido de ti. Ahora abro los ojos en TJ, donde JC y yo nos hablamos fuerte y nos abrazamos todavía más impetuosos y reafirmamos nuestra amistad (ya bailaremos eso de they just want to steal us all take us all apart but not in, carnal). Ahora despierto, literal, en Disneylandia. Ahora regreso a mi chilango a buscar alguna noticia tuya y con lo que me topo es con gente que me aconseja que no publique que fumo mota y yo les contesto que la honestidad parte desde uno mismo, sino cómo chingados somos honestos con los demás. Ahora despierto en una ciudad caribeña y maldito el reguetón. Ahora vagabundeo por el culo del mundo donde encuentro y reencuentro amigos que había olvidado que me querían y que yo quería. Un día, cuando tenga un tiempo, quizá te escriba una cartita y te la mande con un poema de Sabines, ese que dice Puedes empezar a leer a esto y cuando llegues aquí empezar de nuevo cierra estas palabras como un círculo, como un aro, échalo a rodar, enciéndelo.
Por ahora, corazón, olvidé darte las gracias. Gracias por amarme tanto, por regalarme dos entrañables amigos (a Carmen y a Pablo, de quienes sólo he recibido cariño en estado puro), y gracias porque, quizá sin proponértelo, me ayudaste a repensar lo que debí haber repensado hace muchos años: el valor de verbos esenciales como compartir, acompañar, ceder, entregar, dar, perdonar, procurar, aceptar, empatizar, abrazar, respetar, escuchar, cuidar, defender, proteger, arriesgar y rendirse. Yo espero haberte enseñado algo más que haberle perdido el miedo a los médicos. Mucha suerte, corazón.
Guadalajára, 25 de noviembre de 2018

Parece que o Forsetes e o Sath gostam bastante do Homem de Ferro

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Alejandro Almazán es el escritor de la serie de televisión El Chapo y de los libros La victoria que no fue (2006), Gumaro de Dios, el caníbal (2007), Placa 36 (2009), Entre perros (2009) y Palestina, historias que Dios nunca hubiera escrito (2011) y El más buscado (2012). Ha ganado tres veces el Premio Nacional de Periodismo en la categoría de crónica. Ha ganado, también, el Premio Nacional Rostros de la Discriminación, el premio que otorga la Sociedad Interamericana de Prensa, el Fernando Benítez y el Premio García Márquez de Periodismo 2013, el más prestigiado a nivel mundial.

Twitter @alexxxalmazan

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