La seguridad y los riesgos de la militarización en México

La tarde noche del 30 de noviembre de 2018, en mi calidad de Director General adscrito a la oficina del entonces Comisionado Nacional de Seguridad, tuve la oportunidad de coadyubar en el procedimiento jurídico administrativo de entrega-recepción a formalizarse a las cero horas del 1ro de diciembre de ese año con la entrada del nuevo y actual gobierno de la república, previo a ello y durante la tarde se fueron apersonando en las oficinas centrales quienes serían los nuevos funcionarios titulares responsables de las diferentes áreas de seguridad pública, Leonel Cota Montaño, Audomaro Martínez Zapata, José Ángel Ávila, Francisco Garduño, Patricia Bugarín, Alejandro Gertz Manero, quienes iban a ocupar respectivamente los cargos de Subsecretario de Planeación Federal, Titular del entonces CISEN, Secretario General de CISEN, Comisionado del Órgano Desconcentrado de Prevención y Readaptación Social (Penales Federales), Comisionada Nacional Antisecuestros y el entonces perfilado a Subsecretario de Seguridad Federal rodeado de policías federales de la llamada “vieja guardia”, mismo que denotaba cierta molestia o inconformidad, pero con sigilo y discreción pasó a retirarse de entre los presentes para momentos después tomar posesión como encargado de despacho de la entonces Procuraduría General de la República, hoy Fiscal General.

Todos a la espera de quien había sido anunciado sería el nuevo y primer Secretario de Seguridad Federal de la actual administración Alfonso Durazo, y quien durante el periodo de transición venía afirmando recibiría una condición ¨siniestra¨ en materia de seguridad, desde entonces, entre ese equipo inconexo y de evidentes diferencias, al igual que sus colaboradores y auxiliares de quienes se hacían acompañar ya se comentaba, o ¨rumoreaba¨ que el país tendría más que un secretario con dominio de la materia, a un encampañado aspirante a gobernador de su entidad.

El país que heredaron en ese 1ro de diciembre de 2018 padecía de:

  • Violencia estructural, sistémica y persistente: 275 mil víctimas de homicidio entre 2007 y 2018. Y 150 mil en los 12 años previos. Y unos 190 mil entre 1982 y 1994.
  • Una tendencia a la alza en la incidencia delictiva. Para 2019, se habrían cometido 30 millones de delitos, según la más reciente Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de la Seguridad Pública (ENVIPE) uno de cada tres hogares tiene a un integrante que ha sido víctima de algún delito en el último año.
  • Una impunidad rampante: pues la falta de credibilidad y confianza ciudadana en las instituciones de seguridad y justicia propicia la falta de reportes y denuncias de la mayoría de los hechos delictivos, muy pocos se toman realmente la molestia de denunciar: el 94% de los delitos, no hay denuncia. O hay denuncia, pero nadie abre un expediente.
  • Miedo generalizado; aunado a la falta de confianza institucional prevalece miedo, incluso a las propias áreas responsables de la seguridad y justicia. Ocho de cada diez mexicanos afirman sentirse inseguros en su entidad federativa (según ENVIPE). Tres cuartas partes se percibe como posible víctima de un delito. Siete de cada diez no permiten que sus hijos jueguen en la calle. Casi la mitad evita salir de noche.
  • Desconfianza casi universal hacia las autoridades. Ni la décima parte de la población afirma tener mucha confianza en sus policías municipales. Casi siete de cada diez ciudadanos consideran que el ministerio público es corrupto. Un porcentaje similar opina lo mismo de los jueces. Y la opinión sobre el desempeño es catastrófica: menos del 8% considera que su policía estatal es muy efectiva.
  • Maltrato a las policías. Nueve de cada diez policías estatales y municipales ganan menos de 15 mil pesos al mes. La jornada laboral promedio de un miembro de una corporación policial es de 70 horas a la semana, según la Encuesta Nacional de Estándares y Capacitación Policial (ENECAP). Nueve de cada diez policías tienen que poner de su bolsa para equipo, uniforme o hasta armamento.

Esta condición desastroza no tiene causa única. La pobreza y la desigualdad social son uno de los motores de la inseguridad y la violencia, pero ciertamente no son los únicos. Es necesario recordar que la inmensa mayoría de los pobres, marginados y excluidos no cometen delitos (y menos delitos violentos). Algunos de los estados más seguros del país se cuentan también entre los más pobres (p.e., Yucatán). Y algunos de los más prósperos (p.e., Guanajuato, Baja California) se ubican entre los más violentos, en particular Baja California donde no se tenía registro de la quema de vehículos que les fueron previamente despojados con violencia a ciudadanos el pasado viernes 12 de agosto, fecha marcado ya como el “lamentable viernes negro”, y mismos hechos de los cuales al día de hoy ninguna autoridad ha explicado a detalle las causas más allá de asegurar que son “actos de propaganda”.

La geografía también juega un rol. México está a las puertas del mayor mercado mundial de drogas ilícitas y armas legales. La vecindad con Estados Unidos facilita el crecimiento de amplios y complejos mercados ilegales. Pero geografía no es destino. Por ejemplo, Turquía ha sido tradicionalmente el trampolín de la heroína afgana, en ruta hacia Europa. A pesar de ello, su tasa de homicidio es de 2.7 por 100 mil habitantes, diez veces menos que México.

Una causa más próxima de nuestro desastre se ubica en variables institucionales. De estas, vale la pena destacar tres:

1) Problemas de distribución de competencias: Conforme al artículo 21 constitucional, la seguridad pública es una función concurrente de los tres órdenes de gobierno, entiéndase la responsabilidad es de todos pero a la vez de nadie, pues en nuestro disfuncional arreglo institucional no hay una distribución clara de los tramos de control. Eso genera incentivos para trasladar la responsabilidad a otros niveles e incurrir en la simulación.

2) Subinversión crónica: El presupuesto para todo –policías, fiscalías, tribunales, cárceles y sistema penitenciario, etc.— no llega al 1% del PIB, (Producto Interno Bruto) menos de la mitad de lo que gastan en esos temas los países de la OCDE y una tercera parte de lo que gasta Colombia. Y mucho de lo que se gasta se va a eventos de relumbrón, equipamiento vistoso, a cámaras de videovigilancia de dudosa calidad y patrullas, pues la mayoría de los gobernantes hacen solo lo que les da rentabilidad política dentro de su corto periodo de gestión, vaya, solo lo que se ve, lo que sea de lucimiento coyuntural y aparente ser eficaz, el gasto no va tecnologías, cultura, prevención, deporte, el gasto no va al personal policial y mejoras a su condición de vida, no a capacitación, no apostándole al capital humano, no a cuidar a los que nos cuidan.

3) Déficit de rendición de cuentas: En nuestro sistema de seguridad y justicia no existen mecanismos robustos de rendición de cuentas. Las corporaciones que cuentan con unidades de asuntos internos medianamente funcionales se cuentan con los dedos de una mano. Las que cuentan con mecanismos de supervisión civil externa son aún más escasas. La supervisión legislativa sobre las policías, las fiscalías o las Fuerzas Armadas es estructuralmente débil, agregaría intencionalmente débiles. El control judicial es incipiente. En esas circunstancias, no hay condiciones para contener los excesos y abusos ni la corrupción que permea en las instituciones de seguridad y justicia. Sostengo que en gran parte los problemas de inseguridad que padecemos son producto del binomio corrupción e impunidad.

La política de la actual administración

El gobierno que inició funciones en diciembre de 2018 nunca ha podido delinear una política medianamente consistente. El gran proyecto del gobierno entrante y la consigna del nuevo Secretario entonces, Alfonso Durazo, era consolidar la ocurrencia de cambiarle de nombre a la Policía Federal, subsumirla jerárquicamente al ejército y militarizarla privándola de su carácter civil. No obstante, como intento de política pública más allá de ocurrencias se han producido diversos documentos, algunos desprovistos de marco lógico (la Estrategia Nacional de Seguridad 2018 -2024) y otros sin conexión alguna con el resto de los instrumentos de planeación (Programa Sectorial de Seguridad 2020-2024). De ese desorden conceptual, se pueden extraer algunas conclusiones.

En primer lugar, el actual equipo de gobierno concibe a la política de seguridad como un subproducto de otras políticas, particularmente la política social provista de modelos de implementación populistas, así como el solo mencionar y replicar el discurso de combate a la corrupción.

En segundo término, la “estrategia de seguridad” carente de técnica y sobre ideologizada, invadida de voluntarismo y pensamiento mágico. Se asume, sin mucha evidencia empírica, que un combate genérico a la corrupción reduce en automático la actividad delictiva, ni qué decir cuando se pretende eliminar la corrupción por decreto con un pañuelito blanco y un detente. Lo mismo vale para la política social. En cambio, no incluye medidas específicas de combate a la corrupción en las instituciones de seguridad y justicia (el fortalecimiento o creación de las unidades de asuntos internos de las policías, por ejemplo). Tampoco se pueden encontrar ejemplos de propuestas focalizadas de prevención social del delito: todo el componente social se dirige a programas de corte general.

Tercero, el gobierno apuesta por una salida abiertamente militar a los dilemas de seguridad pública. El corazón es la creación de un cuerpo formalmente civil, pero abiertamente castrense en los hechos (la Guardia Nacional), para atender de manera permanente asuntos de policía, incluidos delitos del fuero común.

Ponderación militar

La Guardia Nacional amerita una reflexión en sí misma.

La idea de desaparecer la Policía Federal no es del todo innovadora. Es muy similar a la propuesta del presidente Enrique Peña Nieto para la creación de la Gendarmería, misma de la que padecí la premura de su creación y el impacto en el desorden presupuestal, y de la que presencié más de una vez, en son de burla, y ante la siempre urgencia de vestirse de resultados a los mandos medios y superiores de la Policía Federal los calificativos de “la policía presidencial” misma a la que se le adjudicaban logros de otras Divisiones y áreas para aparentar su efectividad. La propuesta fue crear un cuerpo intermedio de seguridad, con formación militar y funciones de policía, pero responde al mismo diagnóstico: las policías de todos los niveles son incapaces de hacer frente a la delincuencia y hay que echar mano de los militares para cubrir ese déficit.

Contar con cuerpos intermedios de origen militar para realizar funciones de seguridad pública no es necesariamente mala idea. Muchos países tienen algo similar (España, Francia, Italia, etc.) desde hace muchos años. Pero, salvo excepciones, complementan, no sustituyen a la policía civil.

En Francia, conviven la Gendarmería y la Policía Nacional. En España, la Guardia Civil y el Cuerpo Nacional de Policía. Por otra parte, las gendarmerías suelen tener misiones acotadas geográficamente: por lo regular, se les despliega en zonas rurales y pequeñas poblaciones. Para zonas urbanas, está la policía. Asimismo, en muchos de los casos de
referencia (España, Francia, Italia), esas corporaciones han sido trasladadas de los ministerios de defensa a los ministerios del interior.

El diseño seleccionado por el gobierno no se parece a esos modelos. La Guardia Nacional sustituyó a la Policía Federal, no la complementó. Su despliegue no se limita a espacios rurales, sino que debe cubrir todo el territorio nacional. Su mandato no se limita a delitos federales: puede, mediante convenio con autoridades estatales y municipales, conocer de delitos del fuero común.

Por otra parte, la corporación ha operado desde su primer día bajo el signo de la simulación, sello característico de la gestión pública de esta administración. En la reforma constitucional que le dio origen, se le definió como una institución policial de carácter civil, ubicada administrativamente en la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana. Pero, para todo fin práctico, es un cuerpo abiertamente militar.

Su jefe porta el título de comandante (a manera de contraste, la Guardia Civil española es presidida por un director general). Sus integrantes se organizan en batallones, compañías, secciones, pelotones y escuadras. Los miembros de las fuerzas armadas que se san sumado a la GN no han tenido que pedir licencia al Ejército o la Marina: basta con “separarse funcionalmente” de su cuerpo de origen.

En los hechos, eso ha significado que la transferencia se da mediante un oficio de comisión y el personal conserva plaza y sueldo en las Fuerzas Armadas, paralelamente el despido masivo de ex Policías Federales mediante presiones, humillaciones, actos de intimidación, falseo de información y hasta amenazas.

Los centros de reclutamiento se ubican en cuarteles militares. La formación de los guardias nacionales se recibe en planteles educativos y centros de adiestramiento militares. Y eso sin contar que al menos tres cuartas partes de los elementos de la GN siguen siendo integrantes en activo de las Fuerzas Armadas.

La GN no es más que la punta de lanza de la militarización de las funciones públicas en México. Además de las labores en materia de seguridad pública, las dependencias militares (particularmente de la SEDENA) han ido adquiriendo responsabilidades en diversos ámbitos de la administración pública, desde la construcción de infraestructura (el aeropuerto de Santa Lucía, el Tren Maya, las sucursales del Banco del Bienestar) hasta la distribución de gasolinas, pasando por la administración de puertos, marina mercante, la gestión de aduanas y recientemente anunciadas funciones de migración.

Esta expansión de las funciones militares se ha dado sin una discusión pública amplia sobre el rol de las Fuerzas Armadas y sin el fortalecimiento de mecanismos de control civil. Eso ya es en sí mismo un problema serio, pero lo que vuelve alarmante el fenómeno es la decisión del Presidente López Obrador de convertir a la SEDENA y la SEMAR en actores empresariales.

Entre los planes de la actual administración federal está la creación de una empresa, dependiente de las Fuerzas Armadas, para crear una aerolínea comercial y administrar una serie de aeropuertos, incluyendo el de Santa Lucía, así como el Tren Maya, es decir las Fuerzas Armadas no solo se distraen y alejan de su mandato original, sino fortalecen y aceleran un franco proceso de colonización de la administración pública. Esa decisión tendría implicaciones graves para el futuro democrático del país:

En la medida en que las dependencias militares tengan fuentes propias de financiamiento, no dependientes del presupuesto federal, se debilita el control civil sobre las Fuerzas Armadas. Y eso en un país donde ya hay un nivel enorme de autogobierno en el estamento militar. No está de más recordar que, de 1946 a la fecha, no ha habido un solo titular de la SEDENA que haya sido removido de su cargo antes de finalizar el sexenio en el que sirvió.

En la concepción del presidente López Obrador, las utilidades del tren y los aeropuertos irían directamente a las Fuerzas Armadas, las mermas o pérdidas seguramente con cargo a los contribuyentes. Pero se asume que las utilidades se destinarían a financiar las pensiones y jubilaciones del personal militar. Hay, por supuesto, un problema: ¿qué pasa si no hay utilidades? ¿Las pérdidas tendrían que ser cubiertas por los pensionados y jubilados militares? ¿Se descontarían del presupuesto de la SEDENA y la SEMAR? ¿O más bien se le cargarían al presupuesto general del gobierno federal? Lo último resulta más probable. En esa circunstancia, no habría muchos incentivos para la eficiencia en las empresas de las Fuerzas Armadas.

Mientras más se expanda la actividad empresarial de las Fuerzas Armadas, se van a incrementar sus vínculos con actores económicos. Como administradores de un tren, de una aerolínea comercial o de aeropuertos, entrarían en contacto con centenares o miles de contratistas, pequeños, medianos y grandes, que hoy no tienen vínculo con la SEDENA o la SEMAR. Cada una de esas interacciones multiplicaría las posibilidades de corrupción en el Ejército y la Marina, poniendo en riesgo la ya comprometida integridad e imagen de las Fuerzas Armadas, misma que ya hoy por hoy se ve sumamente comprometida con el reciente ataque cibernético y hackeo de información, en puerta la crisis institucional más severa que puede sufrir un ejército en tiempos de paz, esto en gran medida porque el actual comandante supremo de las fuerzas armadas confunde austeridad con eficiencia y subejercicio con ahorro, de igual manera me toco presenciar su llegada en Tsuru al antiguo palacio colonial del Ayuntamiento sede de la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal, disponiendo guardar las computadoras y desempolvar las máquinas de escribir bajo el argumento de implementación de la austeridad republicana.

La opacidad presupuestal y administrativa de las Fuerzas Armadas es legendaria. La SEDENA y la SEMAR se pueden escudar, más que cualquier otra dependencia, en argumentos de seguridad nacional para limitar el acceso a la información pública, bajo esa artimaña dan lugar a la ampliación de la base aérea militar hoy llamada aeropuerto internacional Felipe Ángeles. Y a esas dependencias se les propone dar el control de activos (por ejemplo, el aeropuerto de Santa Lucía y el Tren Maya), proyectos sobre los cuales ya hay señalamientos de corrupción y una exigencia enorme de transparencia, donde en principio no han podido explicar el destino de materiales e insumos de lo que ya se tenía adelantado en obra del NAICM, los criterios o procedimientos que regulan o determinan la mayoría de contrataciones públicas bajo asignaciones directas y casi nulas licitaciones.

La creación de una empresa como la que se está proponiendo es la ruta a la politización de las Fuerzas Armadas, situación que por sí misma representa ya un impacto negativo a nuestro orden democrático. De hecho, el presidente López Obrador señaló explícitamente que ése es el objetivo del proyecto. Afirmó que se le daría la administración de la empresa a los militares para que “no haya la tentación de privatizar”. Dicho de otro modo, se busca que, si un futuro gobierno decide vender esos activos, enfrente la oposición de las Fuerzas Armadas. Se pretende que el estamento militar se involucre activamente en asuntos de política económica, a la manera de Paquistán o Egipto. Desde la óptica del presidente, es una manera de crear una salvaguarda de largo plazo para lo que considera su legado. En ese sentido, su lógica es impecable. Pero desde la perspectiva del control democrático sobre las Fuerzas Armadas, lo que se está registrando ya resulta de muy alto riesgo, el gobierno quiere meter al Ejército al juego político y volverlo el garante transexenal de su legado. Es una apuesta a mi parecer, peligrosísima.

Los resultados

De la política adoptada por el gobierno, ¿qué resultados se derivan? ¿Qué se puede decir pasando el primer tercio de iniciada la administración?

En 2020, se registró en efecto una disminución de 11.1% en el número de carpetas de investigación del fuero común. Pero esa caída tiene como causa la pandemia de COVID-19. Por una parte, la reducción de la movilidad y la contracción de la actividad redujeron las oportunidades para cometer algunos tipos de delito (robo a transeúnte, robo en transporte público, robo a negocio, etc.). Por otra parte, parece haber caído el número de denuncias por temor al contagio y por las restricciones en la operación de las agencias del ministerio público. En la medida en que se empiece a normalizar la vida económica y social del país, la actividad delictiva debería de regresar al patrón que prevalecía antes de la pandemia.

Los niveles de violencia homicida se han mantenido estables desde el segundo trimestre de 2018. En los primeros 27 meses de la actual administración, han sido víctimas de homicidio doloso y feminicidio de 79 mil 762 personas. Eso implica un promedio de 97.2 víctimas por día y una tasa anual de 29 por 100 mil habitantes. La nota dominante ha sido la estabilidad en torno a ese nivel, el cual resulta extraordinariamente elevado. Para poner en contexto, en la administración del presidente Felipe Calderón, la tasa de homicidio alcanzó en 2011 un pico de 24 por 100 mil habitantes.

El fenómeno de la delincuencia organizada sigue en un triple proceso de fragmentación, diversificación y dispersión. Si bien persisten algunos actores de mayor tamaño (CJNG, Cartel de Sinaloa), el submundo criminal está dominado por una multiplicidad de pequeñas y medianas bandas que operan en coaliciones fluidas e inestables, a veces con la abierta connivencia de las instituciones del Estado. Esas bandas ya no tienen al narcotráfico como actividad central. Más bien, se dedican a la explotación, mediante el uso de la violencia, de economías locales. Eso ha generado un disparo de la extorsión y cobro de piso en sus múltiples modalidades, en buena parte del territorio nacional.

La apuesta militar del gobierno federal ha supuesto un abandono creciente de otros esfuerzos de transformación institucional. En el inicio de la administración, se aprobó en el Consejo Nacional de Seguridad Pública un documento denominado Modelo Nacional de Policía y Justicia Cívica (MNPJC) que proveía lineamientos para una reforma policial en el ámbito local. Para todo fin práctico, el esfuerzo fue abandonado desde finales de 2019. Y eso ha venido de la mano de recortes presupuestales crecientes a las corporaciones municipales: en 2021, se eliminó el Programa de Fortalecimiento para la Seguridad FORTASEG, el cual beneficiaba a 300 municipios del país y, sin el cual, la operación de diversas corporaciones municipales.

¿Qué hacer?

Los problemas de seguridad y justicia son estructurales y no se pueden resolver en el corto plazo. Asimismo, muchas de las medidas necesarias requieren liderazgo presidencial. Sin embargo, desde la oposición, ya sea en espacios legislativos o en gobiernos locales, se puede empezar a empujar una agenda alternativa, la cual podría incorporar algunos de las siguientes medidas.

Para contener la militarización:

  • Revisar la Ley Orgánica del Ejército y Fuerza Aérea Mexicanos y la Ley Orgánica de de la Armada de México, para acotar el alcance de sus responsabilidades en tiempo de paz;
  • Modificar el artículo 25, fracción IX de la Ley de la Guardia Nacional para clarificar el concepto de “separación funcional” y evitar que se siga cubriendo el expediente con oficios de comisión;
  • Formalizar un compromiso de que no se ampliará el periodo establecido en el artículo 5to transitorio de la reforma constitucional de 2019 para la participación directa de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública;
  • No avalar la creación de nuevas empresas paraestatales u organismos desconcentrados sectorizados en SEDENA o SEMAR.

Para reiniciar el proceso de construcción institucional

  • Promover la creación de una agencia policial federal, construida sobre las áreas técnicas de lo que fue la Policía Federal (las divisiones de investigación, inteligencia, científica y anti drogas, incluyendo asuntos internos o control policial);
  • Proponer la creación de un Servicio Nacional de Policía que mutualice algunas funciones administrativas de todas las corporaciones policiales del país (reclutamiento, formación, certificación), pero se mantenga el control operativo en el espacio local;
  • Transformar los fondos de aportaciones y subsidios para la seguridad: restablecer el FORTASEG, ampliar el FASP y modificar las reglas del FORTAMUN (para incrementar el porcentaje de ese fondo dedicado a seguridad);
  • Establecer un compromiso de incremento en el presupuesto a las instituciones de seguridad y justicia, hasta alcanzar el nivel promedio de la OCDE (1.7% del PIB).

Para fortalecer el control local sobre la seguridad

  • Adoptar el Modelo Nacional de Policía y Justicia Cívica, particularmente en lo referente a fortalecer el rol de las policías municipales en tareas de investigación y recepción de denuncias;
  • Promover reformas al impuesto predial como mecanismo de financiamiento estable y permanente de los policías municipales
  • Impulsar la transformación de policías municipales en organismos públicos descentralizados (a la manera de organismos de agua) para blindarlos de cambios políticos de corto plazo;
  • Promover la creación de mecanismos de supervisión civil sobre las policías, ubicadas fuera de la corporación, como observatorios ciudadanos a la par de un fortalecimiento de unidades de asuntos internos para el combate a la corrupción y fomento a la ética policial, concebidas como instancias de contención en un elemental sistema de equilibrios, de pesos y contra pesos en el ejercicio del poder y la fuerza pública;
  • Comprometerse con el nombramiento de mandos civiles en las corporaciones policiales municipales y estatales, pues el afán de militarizar ha propiciado que los titulares de seguridad estatales sean generales en retiro impuestos por el gobierno federal, principalmente en entidades de origen emanadas del partido oficial y por obvias razones no son perfiles idóneos para atender la fenomenología delincuencial en materia de seguridad pública.
Edgardo Flores Campbell
Columnista invitado de San Diego Red
Edgardo es Tijuanense, Consultor en Inteligencia Preventiva, Seguridad y Desarrollo; Actualmente es Vicepresidente de Seguridad en Tecnologías de la Información y Economías del Conocimiento de CANACINTRA Nacional. Es Licenciado en Derecho, Maestro en Administración Pública con estudios en Seguridad Nacional por la Universidad de Harvard, cuenta con Diplomados de Mando Policial y Estrategias Anticorrupción.

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