Históricamente, las y los indocumentados han sido uno de los sectores más excluidos del acceso a servicios de salud en Estados Unidos y, con la nueva vacuna contra la COVID-19, es muy probable que la situación se mantenga igual –o empeore. Después de casi un año de medidas de aislamiento, una crisis económica que empeoró la desigualdad entre clases sociales y la muerte de casi dos millones de personas en todo el mundo, la llegada de una vacuna que podría controlar la peor crisis de salud en la historia reciente resulta sumamente esperanzadora.
La expectativa es que la mayoría de las personas puedan aplicarse la vacuna, lo que idealmente conduciría a la inmunidad colectiva, lo que suena sencillo pero es en realidad un camino lleno de complicaciones. Tras la autorización y comienzo de la aplicación de la vacuna de Pfizer en Estados Unidos, una de las preguntas más relevantes que han surgido es ¿qué pasará con nuestras comunidades de inmigrantes indocumentados? Los inmigrantes han desempeñado un papel imprescindible durante la pandemia en los trabajos de servicios esenciales como son los de cuidados y alimentos, sin los cuales el país vecino no se habría sostenido. En este caso, su inclusión en la comunidad política es también un asunto de salud pública.
Durante esta pandemia se ha hecho evidente la violencia que significa la exclusión de ciertos sectores de la población estadounidense que se han quedado al margen de la atención de necesidades de salud básicas. Es el caso de los migrantes ilegales, de los cuales se estima que casi 50 por ciento son de origen mexicano –en este caso, la falta de seguro médico no es más que la punta del iceberg del problema. Y es que la amenaza de las deportaciones y las separaciones familiares juega aquí un papel muy importante, pues existe una fuerte preocupación de que la aplicación de la vacuna podría facilitar el acecho de los funcionarios de inmigración, lo cual a su vez podría provocar que los migrantes ilegales no estén dispuestos a vacunarse.
Si bien aún no se han establecido los lineamientos para la aplicación, y pese a que la distribución de ésta sea jurisdicción de cada estado, algunos funcionarios de la administración Trump han sugerido que información como las fechas de nacimiento y número de licencia de conducir podría agilizar la distribución de vacunas.
De cara a este problema, se han puesto varias propuestas institucionales sobre la mesa, desde la oposición de muchos gobernantes, como el gobernador de Nueva York Andrew Cuomo –quien ha dicho que su estado no exigirá datos personales como requisito–, hasta la propuesta de la asambleísta demócrata neoyorquina Linda Rosenthal, que busca que el Estado proporcione una vacuna sin costo para todos los neoyorquinos, incluidos aquellos que no son ciudadanos estadounidenses.
Estamos ante un caso en el que la lógica de los derechos tiene que imponerse como efectivamente universal para tener una política de vacunación efectiva y eficaz. En este caso, la inclusión de todas las personas sin discriminar por género, clase social o estado migratorio, es fundamental para no comprometer la salud de todo el país. Y es aquí donde la disposición de las y los estadounidenses indocumentados es fundamental. La estrategia institucional no será suficiente si no camina de la mano con organizaciones y líderes de comunidades migrantes que puedan comunicar un mensaje de confianza y socializar la información; la política deberá adaptarse a las comunidades de inmigrantes, con variedad de idiomas y, sobre todo, generando confianza en el personal médico, al que hay que separar de cualquier intención policiaca. En este y otros aspectos de política pública, sin protección social, incluso el bienestar individual se vuelve frágil.
Nota publicada originalmente por Milenio.
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