Un sacfrifico que me dejó helado

Una mañana muy fría

Ñac..ñac ñac.. ñac…ñac… (ruido de mis dientes castañeando de frío) ñac…ñac…ñac…ñac…ñac.

Sabía que me iba a enfrentar a un clima glacial pero la experiencia sobrepasó mis expectaciones.

Al entrenador del equipo de futbol de mi hija se le ocurrió la "genial" idea de jugar un torneo el viernes después del Día de Acción de Gracias.

El lugar del evento fue un complejo de canchas ubicadas en Temecula, ciudad localizada 60 kilómetros al noreste del centro de San Diego.

El juego comenzaba a las 8 de la mañana, mi hija, de 11 años, tenía que estar presente una hora antes del partido por lo que salimos de la casa a las seis de la madrugada.

Salir de casa a esa hora implicó para mi algo verdaderamente difícil y complicado: levantarme a las cinco de la mañana.

Ya no soy un jovencito y, como dicen por ahí, ya no me cuezo al primer hervor, por lo que las desmadrugadas son una de las cosas que ya no están en mi lista de "cosas favoritas para hacer en el día".

A sabiendas del inclemente clima que me esperaba en la tundra de Temecula, me prepare lo mejor que pude y antes de salir de casa me disfracé de una bola de estambre con botas.

Una camiseta, dos sudaderas, una chamarra, dos pares de calcetines, unos pantalones de mezclilla gruesos, guantes, bufanda , una capucha cubre orejas, una gorra y unas botas tipo montañés de medio tobillo.

Con tanta ropa encima, al caminar parecía uno de esos robotines de juguete que trabajan a control remoto.

Ya sabes, esos que venden en Target por 15 dólares y que mueven sus brazos lentamente y caminan torpemente dando un solo paso a la vez.

En esta ocasión, la comodidad era lo de menos ya que lo que quería evitar era que al llegar a Temecula y salir del carro me diera un súbito ataque de hipotermia, o peor aún, que me quedara congelado para la posteridad.

Dicho y hecho, después de manejar una hora llegó la hora de la verdad.

Cuando salí de San Diego, el termómetro marcaba 43 grados Farenheit.

Al llegar a Temecula el mercurio estaba en los 34 grados Farenheit.

"No me bajo, no me bajo y no me bajo" comencé a pensar entre mi pero un ligero vozarrón de:"¡Bájate ya, qué esperas!",cortesía de mi mujer, me hizo salir del trance en el que había caído.

La realidad es que ya no había marcha atrás por lo que entonces tomé valor y comencé a tratar de convencerme que todo estaba bien repitiendo en mi mente la frase: "no hace frio, no hace frio, no hace frío".

Al momento de abrir la puerta de mi carro, mi pensamiento cambió de inmediato y comencé a gritar sin cesar: "Hace mucho frio, hace mucho frio, hace mucho frio".

Al descender del vehículo escuché un fuerte "crunch".

Di unos cuantos pasos más y seguí escuchando "crunch… crunch… crunch".

El ruido era el de mis botas quebrando la escarcha de hielo que cubría el campo de juego donde al "genial" entrenador del equipo de mi hija se le ocurrió jugar un partido de futbol.

A los crunch..crunch…crunch… de mis pisadas le siguieron los ñac..ñac ñac.. ñac…ñac… de mis dientes golpeteando unos contra otros.

Los que somos afortunados de vivir en San Diego no estamos acostumbrados a estas temperaturas gélidas.

Es más, estamos tan mal acostumbrados, que cuando el termómetro baja de los 70 grados, los sandieguinos sentimos que Dios nos está enviando un castigo en forma de una onda glacial.

Mientras esperaba el inicio del partido, y mi hija hacía sus movimientos de calentamiento dirigidos por nuestro "querido" entrenador, divisé a lo lejos un oasis.

No sabía si el frío había trastornado mis neuronas o si era realidad lo que estaba viendo.

A unos 100 metros de donde me encontraba, alcance a leer una manta que decía":"Hot Cofee".

Me levanté de mi silla como resorte y caminé hacia el lugar donde se encontraba esa manta.

La caminata se me hizo eterna pero una vez más mi fortaleza mental me sacó adelante para caminar 100 pasos entre la tundra helada y el viento polar.

"Café caliente, café caliente, café caliente" repetí durante mi travesía de 100 metros para darme el ánimo de no desfallecer en el intento de llegar al oasis.

Después de mi larga y tortuosa caminata de un minuto, llegué a la tierra prometida.

"Un...ñac... ñac.. ñac… café…ñac… ñac…ñac…ñac… por favor", pedí con desesperación.

Al darle el primer trago a la humeante cafeína diluida, sentí como los dedos de mis pies se desentumían.

Sentí un calorcito rico dentro de mi cuerpo.

Sentí que cualquier sacrificio de padre vale la pena para hacer que nuestros hijos hagan deporte y vivan experiencias divertidas que quedarán marcadas en su memoria para el resto de su vida.

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