El mundo se desencantó de sí mismo tras la Segunda Guerra Mundial. Después de ella, la Guerra de Corea y Vietnam pusieron en jaque toda convicción y nacionalismo. Las generaciones que atestiguaron eso, reclamaron unánimemente el cambio.
Las certezas de la modernidad empezaron a desmoronarse. ¿Valía la pena seguir justificando nacionalismos genocidas y fraticidas?
El molde con el que el mundo y su conocimiento se forjaron, empezó a romperse. Los pensadores de la nueva era llamaron a esta “posmodernidad”, “modernidad tardía”, “modernidad líquida” o “era decolonial”. La clave: el “giro lingüístico” que el discurso del mundo tomaría para visibilizar lo hasta entonces negado por las conquistas euroanglosajonas iniciadas con el “descubrimiento” y conquista de América.
Desde 1492 y hasta los albores del siglo XXI se suprimía la voz del otro, del vencido, con la confección de un discurso histórico hecho para justificar ese proceso. En nuestra formación escolar todos lo conocimos como “historia universal”.
Sin embargo el mundo empezó a cambiarlo. Esos otros vencidos e invisibilizados comenzaron a construir una narrativa propia. Ahí la India y su independencia y el desarrollo de su propia historia y pensamiento, la cual ha contagiado a Asia y al mundo. Pensadores como Gayatri Spivak u Homi Babba son referentes de esas voces que han venido reclamando lo propio tras sacudirse la tutela europea.
América Latina y el Caribe también han alzado la voz. Ahí el testimonio de Frantz Fannon, Aníbal Quijano, Enrique Dussel y Edmundo O’Gorman. Somos gentes de pieles negras que portamos máscaras blancas. Tenemos que quitárnoslas a partir de la consciencia de que fuimos inventados por Europa para justificar su historia. ¿Qué hay de la nuestra?
Al interior de la Europa misma sucede esto. Voces como la Zlavoj Zizek, Immanuel Wallerstein, Zigmunt Baumann y el marxista tardío Eric J. Hobsbawm han propuesto una nueva forma de pensamiento sociohistórico desde su condición europea pero también de subalternos. Europa no solo ocupó naciones tropicales, sino a sí misma.
Es, pues, un asunto de conocimiento, historia y discurso. No, no son los disparates de un Presidente o de un Rey. Es la paradoja posmoderna y global. Exigimos apertura, pero construimos fronteras. Al exterior le reclamamos igualdad y justicia pero nos burlamos cuando la pedimos desde el interior.
El error del Presidente: no tener la piel blanca ni los ojos azules. De ser así, hubiéramos aplaudido el reclamo que le hizo a Felipe Borbón y a Jorge Mario Bergoglio. Impacta de diferente manera la imagen de Justin Trideau llorando al pedir disculpas por la negativa de solidaridad a aspirantes a refugiados Sihks, judiós rechazados que huían del holocausto nazi o a los nativos del Canadá, por las vejaciones históricas de la historia canadiense en contra de ellos.
No, la historia no es un recuento de efemérides, conmemoraciones o celebraciones. Es la consciencia de los procesos que nos han forjado. Es la explicación de nuestro conjunto de rasgos definitorios. Es el conocimiento de que somos producto del paso del tiempo y es analizar cómo hemos andado ese camino. Es tener madurez.
editorial@sandiegored.com
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